Los universitarios son susceptibles a las noticias falsas; comparten deliberadamente publicaciones controvertidas en las redes sociales sin ningún motivo o para autocomplacerse; no dan importancia a la autoría o a la fuente; no saben distinguir el rumor de la información; abusan de los filtros en sus fotos; participan del discurso de odio en las redes; copian sus trabajos académicos, y ya no necesitan estar de acuerdo con los hechos.
Estas afirmaciones son las conclusiones extraídas de los distintos estudios científicos en los que se ha puesto a prueba el conocimiento o las habilidades de los universitarios para discernir información engañosa de aquella que no lo es.
Después de estas imputaciones no pretendo caer en gracia a este público, sino provocarle, y hacerlo desde la universidad, como hizo en su día Miguel de Unamuno en su primer discurso de apertura del curso académico en 1900 como rector en Salamanca:
“¡Ojalá vinieseis todos henchidos de frescura, sin la huella que os han dejado quince o veinte exámenes, y trayendo a estos claustros no ansia de notas sino sed de verdad!”
Porque esos estudios anteriores también arrojan una solución esperanzadora: a mayor y mejor conocimiento sobre las formas de engaño, se han activado los mecanismos de defensa de los usuarios para identificarlas y se ha incrementado su nivel de pensamiento crítico frente a los contenidos que consumen. Veamos entonces qué se puede hacer desde el aula.
Conocer el lexicón: a la verdad por el lenguaje
Uno de los rasgos de la posverdad, aparte de que las emociones dominan sobre los hechos, es la generación de todo un marco mental con su respectiva “nube de palabras” –nuevas o no– que, una vez puestas en circulación, se viralizan.
La pensadora polaca Alicja Gescinska (2023) pone el acento precisamente en el peligro del manoseo de determinadas expresiones; una vez estandarizadas, vulgarizadas, su valor se abaratará y correrán el riesgo de perder su sentido original.
Por contraposición, otro aspecto del fenómeno es la extirpación del diccionario de términos complejos en pro de voces triviales, lo que supondrá el empobrecimiento de las ideas por la dificultad para exponerlas.
Y, por último, se está produciendo un revisionismo de los conceptos. De ahí la importancia de cuidar la expresión escrita y oral de nuestros estudiantes y de enriquecerla, porque los bulos, las mentiras, las “noticias basura” y todas sus variantes, se caracterizan por la desidia y la pobreza del lenguaje, el descuido de la ortografía y el uso de un vocabulario emotivo y sensacionalista.
Engañar y producir sentido
Otra cualidad de la mentira es que es en sí misma creadora de sentidos: “engañar es un mecanismo de producción de sentido”, como afirma Jorge Luis Marzo, citado en el libro Morderse la lengua (2021) del académico de la lengua española Darío Villanueva.
Si partimos de esta premisa, se entiende que asumir, como venimos haciendo, un lenguaje edulcorado, políticamente correcto, que no incomode y cuyo sentido responda a nuestros deseos, es el primer paso para dejarnos engañar y autoengañarnos voluntariamente. En este sentido, ya sabemos de la permeabilidad de las muletillas, coletillas y otras expresiones en la mente de los más jóvenes sin que cuestionen “en plan… random” (entiéndase la ironía) lo que significan.
Para conocer en profundidad el significado de todo ese SEO (posicionamiento en las búsquedas en internet) que se ha desarrollado en torno a la posverdad, desde “posmoderno”, “posfáctico”, “fake news”, “relato”, “narrativa”, o “relativismo”, entre muchísimos otros, la obra de Villanueva es un referente. Para el profesor, el mayor peligro de todo este fenómeno es que, si el instrumento que vehicula nuestra convivencia, el lenguaje, se pervierte, lo que está en juego es la democracia.
Por todo lo anterior, una de las tareas fundamentales de la universidad es fomentar que los estudiantes quieran aspirar a la precisión en el uso del lenguaje. Según Gescinska, es la precisión la que nos conduce a la verdad.
Favorecer las interacciones: a la verdad por el pensamiento
“La verdad es difícil e incómoda y compromete” como dice Ferrán Caballero en el prólogo del libro de Arcadi Espada La verdad (2021), pero hay que facilitar su desarrollo, coinciden ambos periodistas.
En el caso de los jóvenes universitarios, la verdad sufre estas tensiones en espacios muy concretos: las redes sociales. La exposición de sus ideas o pensamientos está constantemente sometida al juicio de los demás en estas plataformas donde, por un lado, la corrección política les impone una autocensura y, por otro, la mentira y la desinformación funcionan como esa “cizaña que contamina el diálogo y el debate”, como afirma Gescinska.
De aquí surgen dos factores propios de la posverdad: la polarización y el aislamiento. Ambos provocan creencias firmes e irrevocables en nuestras propias fuentes, a las que cada vez estamos más unidos, y el distanciamiento de quienes opinan diferente, revela el filósofo Lee McIntyre en su libro Posverdad (2018).
Miedo a la disidencia
Todo este clima se ha trasladado a la universidad donde el miedo a la disidencia ha anulado el ejercicio de actividades tan estimulantes para el pensamiento como el debate; someter nuestros planteamientos al escrutinio de los demás. Y lo más perverso, ha normalizado la cultura de la cancelación para evitar enfrentarnos a otros puntos de vista, lo que ha convertido a esta moda en un ingrediente más de la posverdad.
Resulta paradójico que esa censura la han promovido, liderado y ejercido los propios universitarios. El pensamiento filosófico ha demostrado que son las interacciones las que nos hacen ver, pensar o caer en ideas a las que no habríamos llegado en solitario. Esto no es escoger la mejor, ni la de la mayoría, sino la que conduzca a la verdad.
En este punto, la misión de la universidad es abandonar la doctrina de las metodologías y sistemas de evaluación que responden a tendencias pedagógicas efímeras para volver a algo tan esencial y determinante como enseñar a pensar, en lugar de decir cómo hay que hacerlo o sobre qué.
Aprender a buscar: a la verdad por las preguntas
Desde que somos conscientes de las posibilidades de la tecnología conversacional de ChatGPT para crear contenidos agregados, en la universidad se han sucedido las reuniones para decidir qué hacer con este invento: apocalipsis o integración.
También se han programado con una velocidad inusitada las formaciones para aprender a utilizar el sistema en las asignaturas del próximo curso. De alguna manera, nos hemos sentido a partes iguales desafiados y amenazados. Hemos creado una tecnología para la comodidad y el entretenimiento en la que delegar parte de nuestro esfuerzo intelectual y ahora tenemos miedo de que los alumnos la utilicen.
Sin pecar de exceso de confianza, no debe preocuparnos demasiado que los estudiantes se sirvan de ChatGPT por una razón muy sencilla, y es que tienen dificultades para buscar porque tienen dificultades para preguntarse y, por ende, las tienen para identificar la verdad y el engaño.
La herramienta presenta defectos y devuelve resultados de dudosa fiabilidad si no se emplean las palabras adecuadas, es decir, si no sabemos formular preguntas de manera precisa. Pero ¿quién pregunta últimamente en el aula? El miedo al ridículo, la desidia, incluso la desconfianza en la autoridad académica, han mermado las inquietudes intelectuales de los alumnos; ya no se interrogan.
Entre los hallazgos de las investigaciones que hemos desarrollado con universitarios, nos sorprendió que la autoría que respalda una información (un medio o un periodista), no fuera relevante para darle credibilidad. Si la juventud no cuestiona quién está detrás de los contenidos que consume, cómo va a cuestionar su veracidad.
Para alcanzar la verdad, para poder discernir si los contenidos que genera ChatGPT, por seguir con el ejemplo, o si las fuentes de las que bebe son de confianza, la universidad tiene que incentivar el interrogante, y para ello hay que recompensar a quien piensa. Igual que la mentira merma la seguridad y nos hace desconfiados e infelices, la verdad nos proporciona la libertad como premio.
Si queremos ser buenos profesores, como dicen Haidt y Lukianoff, debemos formar a los estudiantes para que quieran buscar la verdad más allá del aula. Volviendo a Unamuno:
“Hagamos al hombre para la verdad y no la verdad para el hombre”.
Una versión de este artículo fue publicada originalmente en la revista Telos de Fundación Telefónica. Paula Herrero Diz es profesora del Departamento de Comunicación y Educación en la Facultad de Ciencias Sociales y Humanas de la Universidad Loyola Andalucía. Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.